Libro leído, senda pisada, hechizo perpetuo
Una tropa de hileras inundan los paisajes de pequeñas láminas encuadernadas. Los pequeños dibujitos crean no solo un camino de letras en la hoja, sino también un mundo implícito, más allá de este. Si intentaramos explicarlo a una persona que nunca ha leído ni sabe lo que es un libro, es difícil que pueda entender cómo algo tan extraño como tinta sobre un papel puede hacernos sonreír, llorar, hacer soñar o creer en cosas inimaginables. En frente a otros medios como el cine, los videojuegos o la música, la lectura es considerablemente menos estimulante, no capta nuestra atención de un modo tan intuitivo como puede hacerlo un largometraje lleno de imágenes y sonidos. Un libro se abre ante uno cual un camino, el fin de la senda se muestra ante uno y parece visible; aventurarse y llegar al fin, pero más aún aventurarse y entender el viaje, quererlo, apreciarlo. No podrías reproducir el camino como una película ni una canción, serán tus ojos quienes se paren palabra por palabra y ni aún así bastaría si uno no vuelca un poco de sí mismo. Cómo Emily Dickinson bien pudo escribir:
"No hay ninguna fragata como un libro
para llevarnos a lejanas tierras".
Mas agregaría yo que un libro no solo es un viaje a lejanas tierras, sino también un viaje hacia los confines de uno mismo.
Ya entendiendo el poder de un libro y para encantar y remover los rincones de nuestros pechos, podemos también descubrir otro placer en la compañía de estos puertos de viaje. Hace meses adquirí dos libros ya leídos: "Los heraldos negros" del poeta peruano César Vallejo y una edición de poesías completas de Antonio Machado, ambos impresos en la década del '70. Durante mi viaje aún inconcluso por estos libros (pues soy ferviente partidario de que un gran libro nunca se termina de comprender por completo, sino que siempre hay algo por apreciar) me encontré con varias anotaciones en sus páginas amarillentas que estaban en la senectud. Subrayados, anotaciones, recordatorios, algunas cuentas matemáticas al final de las hojas y, en el libro de Machado, en su última página alguien empezó a transcribir su poema más famoso, y vuela por esas páginas escrito a lápiz un poema sin final: "Caminante no hay...".
Pronto advertí que aquel libro de Antonio Machado formaba parte de la biblioteca de una institución en Montevideo. Al saberlo, mientras leía los primeros poemas de "Soledades", el primer poemario del autor español, me imaginaba constantemente a esos alumnos que, quizá por casualidad en un vuelo de miradas en la estantería, se encontraron a este poeta y terminaron por adentrarse en sus biomas. Quizá algún profesor dictó clases sobre sus poemas y de ahí las anotaciones acerca de los aspectos claves que habrían de tener en cuenta, o quizá algún lector emocionado no resistió a incidir en las hojas con su grafo. Sea lo que sea que haya pasado, hay algo claro, de algún u otro modo el libro significó algo para todos aquellos quienes lo abrieron, sea un docente marcando algo, sea un amante de la poesía de Machado o sea un alumno desencantado de la literatura que no tuvo más remedio que superar ese obstáculo en su carrera estudiantil. Entonces ya no leo solo, sino con las huellas de todos ellos, los que disfrutaban, los que se sentían obstaculizados por algo que ni les gustaba, los que les daba igual, todos me acompañan, sin saber que lo hacen.
Entre todo, una página del poemario de Vallejo se desprendió, era la primer página cuya explanada no gozaba de ornamento ni palabra alguna. Entonces decidí escribir un poema sobre esa hoja vieja, que tenía más años que yo. Aquí el poema tanto en foto como en texto.
Huellas de tinta
He de confesar mi fascinación
por la cercana cartografía
de un libro ya leído.
Pues puede un patio de hojas de otoño
hospedar a los bárbaros atilas
o enteros los campos de Castilla
pero son aquellos viajeros
que se estremecen y resaltan,
subrayan, anotan y enaltecen
los que dejan un amor sin destinatario
pero con un lector
en la intimidad de una senda ya pisada.
Junto a un fantasma de anotaciones
que navega por mis libros
y me contagia su pasión
-Ignacio Burguez
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Los libros son una parcela finita, tiene límites, el objeto físico de las páginas es inmutable, podrás leerlo innumerables veces y siempre dirá lo mismo en la misma página, es un discurso que no cambia. La literatura a veces es un retrato, una foto de la perspectiva de un escritor sobre su época, su mundo o sí mismo. Aún así, y siendo inalterables sus palabras, puede despertar reflexiones, interpretaciones y emociones distintas y sin límite, pues aunque un libro sea un retrato, navegar por un mundo literario que exije de tu interpretación y tu aporte a su entendimiento (como decíamos al principio) hace que debamos vernos a nosotros mismos, a lo que sabemos, a lo que sufrimos, a lo que nos emociona y nos conmueve, como si ese retrato estuviera cubierto por una capa de cristal, no solo vemos la obra y la contemplamos sino que llegamos a vernos a nosotros mismos reflejados en ella, en ese vitral. De este modo, cada experiencia del lector es única aunque la obra sea la misma.
Esta doble visión, la capacidad de un lector de contemplar al autor y a sí mismo, se combina con una gracia única y pura: los mensajes sin destinatario, que evocan a esta misma experiencia personal e íntima de un viaje literario. Aunque, con excepciones, la mayoría de las cosas que leemos a día de hoy tienen un destinatario claro, un mensaje, un libro, un cartel en una pared, un graffiti, este artículo del blog; todo corresponde al acto de escribir con intenciones de que llegue a alguien, lo cual no significa que la única razón de escribir sea el destinatario, puede tener implicaciones personales que primero recaigan en uno mismo y no tanto en quién lee, pero aún así la mayoría de las palabras buscan ser leídas. Sin embargo, las marcas en los libros, las anotaciones, son un acto de amor sin anfitrión, vagan en las páginas de los libros y responden a una expresión flotante que parece inconclusa, quizá nadie leerá eso, pero corresponden a algo puro, que no necesita cumplir un ciclo comunicativo sino únicamente personal. Anotar por anotar, anotar por amor, por intentar entender lo que un libro tiene guardado en su silencio. Empieza y termina en un sentimiento puro sin que pase advertido.
Me encanta, para explicar esto y cerrar la idea, un poema carente de nombre del escritor uruguayo Juan Barbot, a quien le debo admiración desde que conocí su poesía. En su libro "Navegante de cerros" del 2005 escribe:
"Rayar los libros,
apenas
es decir: yo te siento
y preciso de ti;
es decir: te escucho
e intento comprender
lo que guardan los siglos
lo que encierra el silencio"
-Juan Barbot
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Los viajes de los libros pueden tener huellas errantes de una experiencia pasada y única, de un lector apasionado o quizá un estudiante resignado a su situación. Sea como sea, siempre que encuentro un libro marcado es un vestigio hermoso de que alguien estuvo ahí, y cuando poseo un libro nuevo en mis manos me gusta engalanar el paisaje blanco de sus hojas nuevas con sutiles subrayados y palabras, nunca sabré si alguien vaya a leerlo o no. El viaje de los libros es único, e invito a todos a apreciar estás aventuras de mundos nuevos espejados con nosotros mismos.
Agradezco a todos por leer. Quizá este artículo no haya estado tan centrado a mi poema en sí, sino a una reflexión general más ensayista combinada con la poesía, mía y de otros colegas. Espero este formato les guste también. Muchas gracias.
Caminante no hay...
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